ARROYO-STEPHENS, MANUEL
Uno no puede dejar de preguntarse qué hubiera sido de la
	cultura francesa si Francia, en vez de estar situada donde está,
	hubiera estado, por ejemplo, en Australia. Probablemente no
	habría superado todavía su para ellos gloriosa Edad Media de
	los troveros y las canciones de gesta. Tampoco puede uno evitar
	preguntarse cuál hubiera sido la suerte de Europa si un
	país tan vasto y tan densamente poblado como Francia no hubiera
	ocupado su centro, actuando como tamiz deformador
	de las creaciones originales procedentes de Alemania, Italia,
	Inglaterra o España. El caso es que Francia está donde está y
	desde antiguo sus habitantes supieron explotar con notoria
	avidez y no menor habilidad lo que un economista llamaría su
	renta de situación.
	Decía Unamuno que las ideas cobran su fuerza del comercio,
	que rigen el mundo no los forjadores, sino los repartidores de
	ideas. Nadie entiende esto mejor que los franceses, y nadie practica
	mejor que ellos el arte de saber vender lo corriente como
	extraordinario. Su presunto «espíritu clásico», ciertamente no
	en el sentido helénico, sino de una disciplina comprensible
	para todos, no puede ser más opuesto al espíritu heleno, latino
	y español, que es independiente, demócrata, ateniense, republicano,
	romano e individual. La moda, el buen tono, la deferencia
	de una fi losofía asequible a las damas han sido las especialidades
	del genio francés, consecuente, ordenado, lógico,
	metódico, enfático, académico y prosaico, excelentes cualidades
	para andar por la vida arregladamente, pero totalmente
	inservibles para las elevadas empresas del espíritu.